no sé si Jon Hopkins es músico o chamán, no sé si es más minimalista que virtuoso, si prefiere la solemnidad meditativa a la intensidad distorsionada…
sólo sé que hace un mes lo veíamos subir al escenario de l’Auditori barcelonés, caminando en calcetines hasta el piano de cola y esperando sentado con la cabeza gacha mientras los vítores y aplausos se desvanecían
esperando al silencio y a que la primera nota surgiese de dentro
porque en cada concierto de su Polarity Tour, interrumpido por no-se-qué sucesos del 2020 y retomado este año, Mr. Hopkins comienza no sabiendo qué va a tocar
y esos primeros minutos de sonido se escapan de entre sus dedos igual que llegaron, de vuelta a donde nacieron, sea eso el interior del músico, las profundidades de una cueva ecuatoriana o algún lugar perdido que su cuerpo ha sido capaz de canalizar y regalarnos
sabemos que no se repetirá, que nada lo hace, de todas formas…
a su devenir sobre las teclas, que va ya tomando forma, se unen los demás miembros de la banda: guitarra, chelo y violín; coloreando el principio de lo que, aunque todavía no lo sepamos, va a ser sólo una de las dos caras del viaje
y en algún momento de este inicio atemporal, Jon se levanta del piano y toma los mandos de las máquinas, desde las que, aún acompañado de una nota final sostenida por el resto de la banda, lo que parecía ser un recital sereno empieza a deformarse entre capas poco a poco superpuestas de ondas y beats electrónicos
la atmósfera está cambiando y todos lo sentimos, sin duda, pero sólo queda claro cuando los primeros golpes rotos de Emerald Rush sacuden la sala
no estamos preparados…
sólo un par de personas se levantan rápidamente, otros lo hacemos poco a poco, algunos dudan en sus asientos y muchos ni se lo plantean
como si no estuviese permitido, como si la brutalidad del primer bajo hubiese destrozado la idea recién formada en nuestras mentes de lo que se suponía que este concierto tenía que ser
pero esto no es música para la mente, es música desde y para el cuerpo
es un vaivén entre paisajes meditativos y explosiones electrificadas
es desaparecer, es una recuperación, sentir la vida por primera vez, es un eco disolviéndose, es luz en las venas, una señal para abrir los ojos, inmunidad
y al cabo de un par de idas y venidas lo entendemos
aquello que la polaridad engloba, más allá de sus extremos, cuando nos sentamos, cansados y sudorosos tras bailar, a escuchar la delicadeza analógica desde una ventana abandonada, y cómo la solemnidad se quiebra y nos levanta, aún ensimismados en una especie de trance introspectivo que agitamos y esparcimos, vibrando como una familia reunida de seres luminosos
porque iba de eso, ¿no?
de juntar a la tribu en torno al fuego y compartir canciones…
y si la era digital de las plataformas de streaming y los años de aislamiento nos lo habían hecho olvidar, esto es un humilde y grandioso recordatorio
Jon Hopkins sabe que, de alguna manera, debemos merecer la belleza… por eso nos hace atravesar las turbulencias, una caminata por el desierto de saturación fragmentada, para luego liberarnos en la inmensidad del espacio
pero esto es mentira también, o al menos deja de ser verdad, una vez abandonamos la polaridad: eso último que vemos antes de abandonar la forma;
porque en cada momento de solemnidad atmosférica existía también una intensidad exaltada, porque en cada momento de estruendo yacía una sensibilidad indecible
y ambos extremos se encontraban en el mismo espacio
como si voces que recordamos de otras vidas nos cantasen entre el ruido de los bajos
y si lo has escuchado me entiendes y si no me entiendes no lo has escuchado, pero yo tampoco imaginaba que jamás iba a escribir algo así
y es que no sé si hay algo más parecido a la verdadera espiritualidad que aquel sentarse y levantarse, unidos por el sonido, como si el concierto fuese en realidad un acto religioso y el músico un maestro de ceremonias
y no, no sé si nos hacía falta ningún tipo de ritual ni de religión… pero sé que nos hacía falta algo así:
una singularidad;
tras la cuál todo sigue igual, completamente diferente
Jon Hopkins, un hombre común, caminando en calcetines del piano a las máquinas y de las máquinas al piano otra vez, juntando las palmas de las manos y llevándoselas al pecho en sinceras reverencias, levantando su cerveza un par de veces para gritar gracias y no decir nada más en todo el concierto
ser luminoso, chamán, maestro de ceremonias, curandero… sólo un músico… no lo sé y da igual… era un recordatorio:
más allá de todas las polaridades, yo soy (nosotros somos)
y ese recordatorio, cuando salíamos de l’Auditori hace ya más de un mes, no era una idea abstracta
eran nuestros cuerpos vibrando
"you've answered my prayer for a worthless diamond in our carbon lives you said you'd always be fine and you said you'd never stop coming 'round in the dead of night you said forever was unkind..."